Las casas de ese entonces en su mayoría eran en vecindad: esto significaba que las puertas siempre estaban abiertas alrededor de un gran patio donde por lo general se desarrollaba la vida en común.
Así que de todo se enteraba la comunidad.
En su investigación acerca de los amores en este tiempo, la historiadora Teresa Lozano (1), señala que estas condiciones de vida no eran impedimento para que los “amores furtivos” se dieran:
Se podría decir que había de dos tipos, uno, el que proporcionaban las prostitutas, muchas de ellas que por necesidad -había hambre y muchas de éstas mujeres eran huérfanas, viudas o mujeres solas- comerciaban con sus cuerpos, bajo la protección de proxenetas.
Y también existían las relaciones “ilícitas” de hombres y mujeres que ya estaban casados, que tenían otras parejas y tenían relaciones casi siempre en sus propias casas.
Era muy común que el señor engañara a su esposa con las mujeres que trabajaban en el lugar, o viceversa.
Pese a que este panorama se presentaba difícil al Virrey Revillagigedo, la ley castigaba a aquel que fuera denunciado por el cónyuge (mostrando pruebas) con cárcel, aunque en el caso de los hombres era menos rígido el castigo.
Una mujer adúltera podía perder su dote, además de la condena de la iglesia, pero un hombre que le hubiera prometido casamiento a una mujer soltera, podía cumplir con su palabra o pagarle con una compensación a la mujer que hubiese engañado.
También había lo que se podría señalar como antecedente de los actuales hoteles:
Los “cuartos verdes”, que se ubicaban a las afueras de la ciudad y eran rentadas por los adúlteros, que aparentaban estar casados hasta que alguien los descubría.
La primera casa de “mujeres públicas” data con autorización en 1538, pero la investigadora Lozano señala que se cuenta con datos más certeros en el siglo XVIII, cuando la calle de Mesones es conocida como “la calle de las Gayas”, en donde se ubicaban aquellas que ejercían la prostitución.
Sin embargo, era muy común ver a mujeres prostituyéndose en las vinaterías, pulquerías, en las mismas esquinas del Palacio Virreinal, mercados y puestos de comercio, así como en zaguanes de casas, iglesias y cementerios.
Pese a la rigidez religiosa que imperó durante los trescientos años de la Colonia y la Ilustración hubo una aportación importante de los mestizos a la causa amorosa a través de la magia.
Para conseguir el amor de la mujer que pretendían, el mulato o mestizo (que eran generalmente menoscabados en sus derechos por ser considerados unión “ilegítima” de hombre español o criollo y mujer india) enterraban tres ajos donde orinaba la mujer que deseaba, o clavaban espinas donde ella había pisado para lograr sus favores.
Otra creencia consistía en que las doncellas llevaban en sus enaguas dos alfileres en forma de cruz para evitar el fijarse en alguno de estas castas.
Para conservar o recuperar el amor de sus esposos, las casadas les daban a comer sesos de cuervo o de tórtola, o ponían debajo de la cama un papel con garabatos para retener al compañero.
Aquellas que eran maltratadas por sus hombres les daban a beber gotas de su sangre para amansarlo, y si el marido se ponía colérico contra de ellas, era usual arrojar ramitas de romero al fuego.
Pero la Santa Inquisición se haría “cargo” de estos asuntos de magia y superchería.
Poco a poco, la Ilustración y los cambios impulsados por Revillagigedo tratarían de normar las costumbres y mejorar la vida, los derechos y las libertades de los habitantes de la Nueva España, que se reseña, eran para el último tercio del siglo XVIII, cinco millones de habitantes que vivían en el altiplano del centro.
1 comentario:
Que intersante y hasta cierto punto similar a nuestros días era el amor en nuestra Nueva España. ¿Haz encontrado información acerca del "amor del mismo sexo"? Sería interesante también saber por lo que ese grupo de personas pasó. Me fascina tu blog. Felicidades.
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